Eran tiempos de riqueza y sin embargo, la miseria llamaba cada día a nuestras puertas. Éramos jóvenes, niños que albergábamos en nuestros pechos el momento de felicidad al depositar sobre las manos de nuestra madre las cuatro perras que nos daban por nuestra infancia. La mina nos atrapó, nos engulló con su polvo de falsas esperanzas. Fuimos convertidos a la religión del amo que marcaba el ritmo de nuestra existencia. Los recuerdos afluyen, el reguero que nace en las entrañas para lavar penas…
Mis oídos se atormentaban con la ronca respiración de mi hermano Andrés acostado en mi misma cama; cómo su vida se escapaba entre resuello y resuello sin que mi madre, con ojos enrojecidos, pudiera ayudarle y aquellas plegarias y los rezos para que un Dios invisible acudiese en su ayuda. No tenían dinero para medicinas, bueno, casi ni podían darnos lo necesario para vivir. Pasar hambre hacía agudizar nuestras mentes para evitarla. A la edad de doce años comencé a trabajar en la mina; no podía dejar que mis hermanos pequeños siguiesen el camino de Andrés que en paz descanse. La escuela era un don que estaba lejos de mí alcance y aunque los viejos libros que descansaban en una maleta en el desván me atraían, sólo logré balbucear algunas palabras de sus páginas, las que mi hermana me enseñó. Leía torpemente aquellas apasionantes voces que marcaban historias que tanto me costaba entender y que por desgracia, pronto tuve que dejar ya que mi hermana solo podía enseñarme lo que ella sabía y para ella también se terminó la escuela para ayudar en casa. La escritura era otra cosa, mi caligrafía pasaba por buena, pero mi sabiduría solo llegaba a completar mi nombre y poco más.
Al amanecer, cuando el sol despuntaba sobre el hayedo, esperábamos en la pequeña plazoleta situada ante la mina. Con la boina calada, las alpargatas llenas de agujeros y una lámpara de gasolina que alumbraba menos que el candil que teníamos en la cocina, iniciábamos el peregrinaje. Caminábamos por la oscuridad hasta el lugar de trabajo y allí, esperábamos a que los más pudientes comiesen lo que llamaban bocadillo: un trozo diminuto de pan y una raja de tocino que yo, aun sin tenerlo, saboreaba tanto con los ojos como con la fantasía. Luego, cargábamos los vagones con una pala rasera y en ocasiones hasta con las manos; ya cargados y con la ayuda de otro muchacho de mi edad los íbamos sacando de uno en uno hasta el exterior. ¡Como pesaban los condenados! Al llegar al exterior la luz del día nos daba en los ojos y tardábamos un rato en acostumbrarnos, con esa disculpa, respirábamos un poco de aire fresco. Todos los días el mismo ritual. Todos los días el mismo cansancio. En ocasiones, podíamos oír el cante de algún minero que de forma natural nos alegraba el alma. También, con mucha más frecuencia, escuchábamos blasfemias e insultos. Todo era válido entre aquellas paredes de tierra y miedo.
El polvo nos envolvía como una neblina asfixiante y una tos seca machacaba nuestros pulmones. Necias arcadas se pegaban a mi estómago vacío, pero a todo se acostumbra un cuerpo necesitado. Cuando una mañana la mina cantó con estruendo de noche de tormenta, la explosión fue mayor que la de un barreno seguida de una polvareda negruzca que asomó por la bocamina. El grisú era nuestro peor enemigo. Tuve suerte, sucedió cuando estaba fuera. Me quedé tan aterrado que no supe qué hacer. El olor a carne quemada inundó mis fosas nasales e impregnó mi ropa. Acudir en socorro de nuestros compañeros era imposible, el calor que desprendía era como un volcán. Muchos lograron salir, pero el tributo fueron tres compañeros muertos. Las protestas no se hicieron esperar igual que las promesas de mejora, pero con promesas no se salvan vidas. La huelga fue necesaria para que el patrón se diese cuenta. No fue fácil, pero algo se logró. Gracias a la mina el pueblo floreció, gentes de otros puntos del país e incluso del extranjero aterrizaron allí haciendo que el progreso nos alcanzase. Mayores escuelas para (niños y niñas), una nueva iglesia, tres bares, baile y cine fueron haciéndose un hueco en el vivir y la vida era más llevadera, había menos hambre. Según iban pasando los años ascendía en el puesto de trabajo y gracias a ello creé mi propia familia. Junto a mi esposa compramos lo que hasta hace poco fue nuestro hogar, santuario donde criamos a nuestros hijos. La silicosis se instaló en mis pulmones y por unos años, me sacaron para el exterior. Pronto me retiré y desde la terraza de mi casa observaba el deambular de lo que fuera mi trabajo. Pronto comprendí que todo aquello se acababa y que la sombra de otros horizontes marcaba el destino de los mineros.
Poco a poco el alma se cerraba en abandono y tras meses de incertidumbre, los mineros abandonaron las montañas para reunirse en los pozos. Los caminos de hierro fueron cubiertos por maleza que de una manera sutil cubrían viejas cicatrices. Todo se acaba, todo tiene un final y un pueblo que apenas hacía diez años estaba repleto de juventud y casas repletas de luz, se apagaba como la lámpara a la que se le acaba el combustible. Los únicos que no estábamos dispuestos a renunciar éramos los mayores; los que un día vimos florecer el umbral de nuestra dicha y que aunque la testarudez no nos permitía ver la realidad, fuimos obligados por nuestros achaques a abandonarlo. Hoy, ante la mina tabicada que me vio nacer como minero me despido con pesar. Sé que mis pensamientos vagarán por sus dominios. Sé que el pueblo que me vio crecer morirá como lo ha hecho la mina que lo impulso a ser por un tiempo, cobijo de tan dispares personajes y que a la postre, convivieron en armonía. La naturaleza se encargará de poner las cosas en su sitio, pero los momentos pasados en las entrañas de la mina igual que el pueblo, morirán cuando el último pensamiento se esfume de nuestras mentes. El ser humano se aferra de forma inaudita a las cosas que formaron parte de una existencia; la mina significó compañerismo, alimento, vida y muerte y el pueblo necesidad, calor de hogar, de vecindad, de familia. Al final, los mineros buscarán esas necesidades en otras minas, en otras ciudades pero nosotros no podemos, a nosotros solo nos queda el recuerdo.
¡Por fin alguien se anima! Gracias Mieres 13. A ver si el nuevo curso consigue que todos volvamos a ponernos las pilas.
Bien por el tema elegido. Conmovedora y auténtica historia que habla de un extraordinario colectivo que nunca fue valorado como se merecía.