La voz metálica del otro lado del teléfono fue clara: escóndete dos días, hasta las ocho de la tarde del jueves. No le digas a nadie dónde te metes, busca una pensión discreta, utiliza un nombre falso y paga en efectivo, nada de tarjetas. No hables con ningún familiar ni amigo. Pasadas cuarenta y ocho horas, vuelve a llamar a éste número y te iremos a buscar. Mantente atento, vigilante y se cauto. Nos vemos en dos días.
Estuvo vagando por el centro de la ciudad durante el resto del día, escogiendo con calma una pensión barata, anónima y donde no preguntasen demasiado. Cada cierto tiempo, con disimulo, observaba por encima del hombro a las personas que le rodeaban, intentando memorizar sus facciones, sus gestos y se preguntaba si ya lo estarían siguiendo. En su paranoia comenzó a temer a las sombras, a las figuras que aparecen un instante a sus espaldas y desaparecen para luego, unas calles más adelante, volverse visibles de nuevo. Se sentía observado, seguido, controlado en la distancia.
Continuó caminando por calles que no conocía, trazando grandes círculos para volver a la que consideró la mejor opción para esconderse. Era una pensión que ocupaba un edificio completo en un callejón perdido. No se anunciaba con paneles luminosos ni tenía grandes carteles en la fachada y únicamente una pequeña placa metálica en la puerta daba a conocer el establecimiento. La recepción y las habitaciones estaban situadas en la primera planta y se accedía a ella subiendo una escalera de madera de principios del siglo XX, empinada y ruidosa. Se quedó varios minutos en la calle, observando a todos los peatones y coches, tratando de reconocer alguna cara conocida. Sentía la proximidad de las sombras, se sabía seguido y observado y esperó frente a la pensión hasta estar seguro de que no lo habían seguido.
La dueña, extrañada, no dejaba de mirarle la cara, como si intentase averiguar los motivos que le llevaban a su pensión, a aquellas horas de la noche. Su cara y su aspecto le recordó al de un perro de presa, el instante anterior a saltar sobre un cuello ajeno. Se supo cansado y notó que apenas le quedaba paciencia para responder preguntas.
–¿Nombre?
–Antonio Gómez García–falso, tal y cómo le había dicho la voz del teléfono. Ni él hizo el amago de sacar el DNI, ni la señora de pedirlo.
–¿Cuántas noches se va a quedar?
–Dos.
–¿Quiere que la habitación tenga baño o que sea compartido?
–Con baño.
–¿Quiere ropa de cama? Hay que pagar un suplemento.
–Si, con ropa de cama.
–En total, son veintiocho euros.
La habitación, situada al final del pasillo por petición suya, era pequeña y estaba limpia. La cama, grande y mullida, ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Instintivamente fue hasta la ventana y observó un instante la calle, intentando encontrar alguna de las caras que había memorizado durante el paseo. Después, corrió completamente las cortinas.
Comprobó el funcionamiento de la cerradura y trató de abrir de la puerta por la fuerza, sin éxito. Tras unos cuantos intentos, situó la mesita frente a ésta, colocó entre ambas una botella de cristal vacía en equilibrio y comprobó que se caía al menor intento de forzar la entrada.
Sobre la cama colocó los objetos que había comprado en una diminuta tienda regentada por chinos: algo de comida, tres paquetes de pilas, desodorante, un par de mudas, una baraja y un reloj despertador de cuerda.
El nuevo móvil de tarjeta y el arma, amartillada y sin seguro, los posó sobre una silla al lado de la cama.
Dos días, se dijo entre dientes. Sólo dos días.
La primera noche la pasó en vela, tirado sobre la cama. El miedo a que le hubiesen seguido le mantuvo en vilo hasta las seis de la mañana, viendo la televisión sin sonido y escuchando cada ruido que producía el viejo edificio. El reloj despertador inundaba la habitación con su tictac metálico y monótono y convertía cada segundo en varios minutos. A ratos fumaba en silencio mientras observaba las sombras que la televisión producía en la habitación. En ocasiones alargaba la mano hasta el arma, comprobaba que seguía teniendo una bala en la recámara y el seguro en posición de apagado. De la calle apenas llegaban ruidos, amortiguados por la ventana y la noche. En la televisión no decían nada del incidente.
Repasaba, una y otra vez todo el recorrido del día, desde que se produjo el error hasta que abrió la puerta de la habitación en aquella pequeña pensión. Al principio trató de reconocer algún rostro común a lo largo de todo el tiempo que estuvo en la calle, dando vueltas. Se esforzó, escarbó concienzudamente en su memoria en busca de alguna pista, de algún dato que le dijese porqué todo había salido mal. Cansado de no encontrar coincidencias, comenzó a repasar la operación, al completo, desde el momento en que le hablaron de ella, dos semanas atrás.
Su parte, como siempre, la había ensayado durante días y estaba completamente seguro de no haber cometido ningún fallo. Del resto de participantes en el proyecto no podía hablar. Cada uno tenía una misión y un objetivo, dentro de un tiempo establecido. Él únicamente conocía los suyos.
Durante su tercer repaso a la fallida operación, la claridad que precede al alba entró en la habitación. Ya era de día. No había dormido, apenas si había descansado y ya sólo le quedaba un día y medio de encierro. El reloj despertador seguía arrojando sus tictac al silencio de la habitación de forma rítmica. Puso la alarma del reloj dos horas después y se tumbó con la intención de dormir un poco.
Durmió cuatro horas más de las planeadas, ignorando la campana atronadora del reloj. Sencillamente lo apagó y se dio media vuelta para seguir durmiendo. Se despertó desorientado, desubicado y de mal humor. Al cabo de unos instantes recordó lo que le había llevado allí y se enfureció. Comió algo de la comida que tenía, pasó por la ducha y se afeitó. Seguir sus rituales le devolvía algo de calma.
De la calle llegaba cada vez más ruido, así que optó por poner la televisión con volumen, para ver si comentaban algo de lo acontecido el día anterior. Nada. A pesar de lo aparatoso de la operación, del ruido generado en el centro de la ciudad, en ningún programa hablaban de ello. Lo están silenciando, se dijo. Y eso le aterraba más todavía.
El descanso le permitió pensar con más calma. Se dio cuenta que continuar repasando los hechos no le iba a ayudar y decidió moverse hacia adelante. Nada de pensar en lo que pasó ayer, eso está superado, se dijo. Toca pensar en qué hacer a partir de aquí, cómo enfocar este día y medio que falta y qué hacer para salir de ésta. Preocupado, supo que estaba dejando de lado la pregunta principal, esa que ni tan siquiera quería hacerse: qué sucedería si las sombras le alcanzaban.
Se pasó el día dando respuestas a las preguntas más sencillas, tirado en la cama. Analizó los datos con que contaba y eligió la más sencilla de las soluciones. Si la solución es complicada se atasca en los detalles, le dijo una vez un socio. Problemas concretos, soluciones simples. Se pasaría las horas que le restaban hasta la llamada telefónica encerrado, viendo la televisión, sin moverse y acataría las órdenes que le dijese la voz. Esa era la forma más sencilla de salir de aquella situación.
A media tarde seguía fumando y jugando al solitario cuando escuchó algo en la televisión que le hizo prestar atención. Era un canal regional, de los que emiten noticias locales con el mismo despliegue que los telediarios de las grandes cadenas. Hablaban de un incendio ocurrido en la mañana del martes en un edificio de oficinas del centro. Sin datos concretos sobre cómo se originó, sin mencionar víctimas, pasaron por la noticia como si hubiese sido algo casual, fortuito. No dijeron nada del cadáver de número Dos, ni de que el fuego se inició al explotar una lata de combustible con el tiroteo. Lo estaban silenciando y, seguramente, lo estaban buscando. Sintió la sacudida de un escalofrío y se acercó a la ventana a observar la calle con disimulo. El resto de la tarde se la pasó desmontando y limpiando concienzudamente el arma. Sólo quería estar preparado.
Apenas durmió esa noche, la última que pasaría en la pensión. Quiso hacer vigilia, permanecer atento como le había dicho la voz y no bajar la guardia. Hizo que el reloj despertador sonase cada media hora, tratando de no quedarse profundamente dormido. No supo cuantas veces le despertó y cuantas se anticipó a las campanas del reloj pero, a las seis de la mañana el tictac retumbaba en su cabeza y atronaba la habitación. La línea de luz comenzó a recorrer el techo y él sólo pudo pensar que apenas le quedaban catorce horas. Apagó el reloj, se olvidó de ponerlo y se quedó dormido.
Le despertó un camión, de un bocinazo, cerca de las tres de la tarde. Sobresaltado, buscó el arma con la mano, saltó de la cama y se situó en una esquina de la habitación, la más alejada de la puerta. De un vistazo comprobó que la botella de cristal seguía manteniendo su precario equilibrio y nada indicaba que habían forzado la entrada. El camión utilizó la bocina de nuevo y, poco a poco, se fue haciendo una idea de la situación.
Apartó el arma con cuidado y dejó de apuntar a las sombras. Estaba confuso y asustado. El ruido de la calle se fue colando poco a poco en la habitación y el tictac del reloj dejó de escucharse. Recuperó lentamente la consciencia de dónde estaba y volvió a recurrir al aseo como método para obtener de nuevo el control. Pensando en el momento en que saldría de aquella habitación, se afeitó escrupulosamente y se aplicó colonia con esmero.
Comenzó a sentirse más contento según pasaban las horas, anticipando lo que sería el final de su encierro. Las horas, esta vez, pasaban rápidas al ritmo del reloj despertador aunque en la televisión seguían sin concederle importancia a la operación. Concentró todos sus movimientos en planificar el momento en que le diesen las instrucciones para salir de allí y los momentos precedentes. Ensayó, como solía, todos los posibles problemas que se le ocurrieron y sus posibles soluciones. Problemas concretos, soluciones simples, se repetía. La cabina de teléfonos desde donde haría la llamada estaba situada a poco más de cien metros desde la pensión. Fue uno de los factores por los que eligió aquel tugurio como guarida. Diez minutos antes de encerrarse, comprobó que funcionaba realizando una llamada a un número de información telefónica. Estaba situada a menos de dos minutos de distancia.
Dejó de preocuparse por las sombras según se acercaban las ocho de la tarde. Las dos últimas horas fueron frenéticas y eternas. Limpió y engrasó de nuevo el arma, comprobó cada un de los proyectiles antes de volver a situarlos en el cargador y la colocó en su funda. Se vistió siguiendo un ritual que había conservado desde su primer gran golpe, comenzando por los calcetines y terminando por los zapatos. Pasó por el baño, previniendo que tardaría en contar con un váter de nuevo y se mantuvo constantemente hidratado. Se sentía engrasado como un reloj.
A las ocho menos dos minutos de la tarde salió por la puerta de la habitación con el arma guardada en su funda, aunque fácilmente accesible y una bolsa con todas sus pertenencias que depositó en un contenedor a la salida de la pensión. Se encaminó rápidamente hacia la cabina y le tranquilizó ver que no había nadie utilizándola y apretó el paso. Faltaba un minuto para llamar.
Repasó el número mentalmente. Miró alrededor buscando rostros conocidos. Una chica pasó a su lado hablando por el móvil, sin mirarle. Un hombre caminaba en su dirección mirando distraídamente al resto de peatones. Descolgó el auricular y comenzó a marcar el número de teléfono. Sólo pulsó tres números cuando en su cerebro se encendió la luz de alarma y su mano derecha se encaminó hasta la culata del arma instintivamente. Se giró hacia el hombre, que gritó aterrorizado al ver el cañón del arma. Alzó las manos en un intento de protegerse. Pudo ver que no llevaba nada en ellas y estaba demasiado lejos como para alcanzarle. La luz de alarma seguía atronando su cabeza mientras bajaba el arma y el hombre huía en dirección contraria. La chica, la del móvil. Recordó haberla visto justo antes de encerrarse en la pensión, pero con otra chaqueta y algo en la cabeza, puede que una gorra.
No se giró, no le habría dado tiempo y prefirió evitarse un golpe. En su lugar, se preparó para un dolor que intuía. Habría jurado que sería en el cuello, su sitio favorito para ese tipo de acciones, pero fue en los riñones. Simultáneamente algo húmedo le cubrió los labios y la nariz. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
Qué puedo decir que ya no sepas…
Es un auténtico placer comprobar que retomas esta actividad.
Un abrazo.
Muchas gracias Pily. Aunque voy y vuelvo como el Guadiana, me resisto a dejar languidecer el blog hasta la muerte. Se siguen aceptando textos, por cierto ;).
Un abrazo…