Aún tengo freso el recuerdo de sus manos nervudas y callosas apoyadas sobre mi hombro. Eran las manos de mi abuelo el pescador. Un héroe que había vivido miles de batallas en alta mar, luchando contra la furia de los temporales y regresando vivo a casa más de mil veces.
Para mí, un enano de nueve años, aquella era la vida más emocionante que se podría llegar a vivir. Una veintena de hombres rudos y valientes que, embutidos en sus trajes de goma, salían a arrancarle a la mar un trozo de su esencia para que en el pueblo nos pudiéramos alimentar.
Lo recuerdo cómo algo épico y me gusta verlo así.
Lamentablemente la reconversión, las crisis y la dichosa globalización, han hecho que mi pueblo, antaño uno de los principales puertos pesqueros de la cornisa cantábrica, se haya convertido en una especie de mausoleo en el que los cuatro barcos que quedan, salen a por merluza y vuelven desesperados, en el que las subvenciones, cada vez más escasas, han conseguido que la sangre que llevamos en las venas, ya no tenga sabor a salitre, si no a vinagre.
Pero aún así, guardo en mi memoria las aventuras que me contaba mi abuelo cuando aún no me había salido el primer pelo en el bigote.
Cómo me decía él. «Si aún no has crecido para ser un hombre, el primer día en que salgas a la mar, te saldrán los pelos en el sobaco.» Y cómo se rió al ver mi cara.
¿Y para qué sirven esos pelos? Le pregunté. Creo que todavía se oyen sus risas resonando en las montañas.
Siempre que se habla de pueblos de pescadores, se hace el mismo comentario, Se establece una relación especial de amor y miedo a la mar. Es una religión. Se la venera y se la teme. Le agradecemos los alimentos que nos da, pero de cuando en cuando ella se cobra su tributo arrastrando a unos cuantos de los nuestros a su interior.
De todas maneras y aún a pesar de haber perdido a algunos de sus mejores amigos en alta mar, mi abuelo amaba a aquella mujer. Tal y cómo él decía, podría llegar a ser cómo la más sensual de las mujeres que pudiéramos en la vida conocer. Voluptuosa cuando quería, suave y dulce cuando le venía bien, brava y temible cuando se enfadaba.
En una ocasión me dijo. «La mar es casi como tu abuela, cariñosa cuando regreso a casa después de una temporada pescando y luchadora como una leona, cuando le intentan quitar algo que es suyo. Creo que por eso estoy enamorado de las dos».
Y a mí, que con aquella edad lo único que me apetecía era hacerme un hombre para poder ir a la mar, aquellas palabras se me quedaron grabadas y solo soñaba con poder hacer lo mismo que aquél marinero, de manos rugosas y rostro marcado por la vida en la mar.
Yo era cómo gran parte de los niños del pueblo. Vivíamos en casa con los abuelos y nuestra madre. Algunos de los padres habían ido al interior a trabajar en la construcción y otros, cómo el mío, habían formado parte del tributo que nuestro pueblo le pagaba cada cierto tiempo, a nuestra amada y temida mar. Era yo muy pequeño cuando un temporal se lo arrancó a mi abuelo de las manos. Lo pasaron mal durante un par de años pero, afortunadamente para mí, mis abuelos no se dejaron llevar por la amargura de una pérdida así y me enseñaron a vivir en el respeto a la mar, pero con la capacidad de alegrarme todos los días por tener algo nuevo que hacer.
Ése era mi abuelo. Todo energía, todo alegría, todo buen humor. Un hombre que sabía encajar los golpes de la vida con tanta elegancia, que tal parecía que era él, el que se los daba a ella, una y otra vez.
Hoy es su entierro. Falleció ayer por la mañana, a la edad de ochenta y siete años. Personalmente creo que era el ochentón, casi nonagenario, más fuerte de todo el orbe. Y sobre todo el más alegre con diferencia.
Dentro de un par de horas tendré que plantarme delante de su féretro y hacer la última cosa que me pidió. Y claro, lo tendré que hacer. Pero no sé si aún habrán crecido suficientes pelos en el sobaco, para no echarme atrás.
«Jurelín», me llamaba así aún a pesar de que ya no voy a cumplir los cuarenta. «Jurelín, prométeme que vas a cumplir mi último deseo» Pero abuelo, que no te vas a morir todavía, le replicaba yo.
«Jurelín, que la veo venir, que la tengo aquí. De verdad»
Y claro, se lo prometí.
¿Y cómo demonios se lo explico a mi madre y a mi abuela? Y no digamos ya al cura. Me imagino la que se podrá preparar dentro de un par de horas.
Así que, aquí estoy, sentado mirando al mar, intentando pensar la forma más elegante de cumplir con su último deseo.
¡Buf! Me voy a ir preparando, porque los de la banda de gaitas estarán al llegar y me tengo que acordar del recopilatorio de chistes, que tengo que contar.
«Jurelín, si alguien va a llorar en mi funeral, que sea de risa. Quiero que venga la banda de gaitas de Villaviciosa, quiero dos paisanos escanciando sidra a la entrada de la iglesia y quiero que salgan todos borrachos de misa. ¿Lo has entendido?»
Y claro, ¿cómo le iba a negar yo eso a mí abuelo?
«¡Eh! Jurelín. Y acabas con el chiste de la ballena y el tiburón»
«¡Ah no! Eso si que no. No me jorobes abuelo, que me matan»
«Cuéntalo Jurelín, cuéntalo te lo pido por favor»
Y aquí estoy. Media caja de sidra después, a puntito de preparar el que será el funeral más recordado de la región.
¡Qué demonios! Si es por mi abuelo, merecerá la pena.
Como siempre, en tu línea. Está visto que este es el registro que mejor te va.
Creo que nadie más que tú podría conseguir convertir un tema tan delicado como es la muerte de un ser querido, en algo tan hilarante y tierno a la vez.
Lo de “Jurelín” es total.
Enhorabuena. 🙂