El niño que está postrado en la cama no puede respirar. Lo hace, respira, pero con mucha dificultad, cogiendo un poco de aire con cada inhalación. La madre, solícita y sigilosa, cuida de que su pequeño esté cómodo y tome las medicinas a su hora.
Asma. Ese fue el diagnostico cuando el niño sólo tenía un par de años. No se cura pero se trata, aún no sabemos qué lo causa. Cuando tenga dieciséis se le pasará… hasta que llegue a los sesenta. Desde entonces, libros, información, más médicos, más pruebas y, una o dos veces al año, guardar cama durante semana y media hasta que podía respirar de nuevo.
El niño conoce su cuerpo y sus reacciones. Es su templo. Lo ha estado estudiando cada día que permanecía postrado, cada ocasión en que el aire no llegaba con suficiente fuerza a sus pulmones. Se conocen, son viejos enemigos condenados a verse las caras un par de veces al año. Hay respeto, pero también hartazgo.
La madre espera, paciente, a que vuelva el hambre como síntoma de que la enfermedad remite. Sabe que una mañana le pedirá su plato favorito. Será la señal de que se acaba. Sabe, a fuerza de verlo mil veces, que siempre empieza con un catarro común, que luego se mete el asma, toma el pecho y se hace fuerte durante días enteros, dejándole únicamente un hilo de aire para subsistir. Sabe, también, que pasará. Siempre lo hace. Pero la congoja de ver cómo ese cuerpo pequeño se convulsiona entre toses le puede.
El niño lee. Siempre tiene varios libros al alcance de la mano. Novelas y algún cómic. Recluido en esa habitación, en la cama grande de sus padres, no tiene muchas opciones. Le gusta leer, le ayuda a escapar, a dejar atrás su enfermedad.
El resto de la familia, su padre y su hermano, hacen vida en la habitación del niño. Hablan, juegan a las cartas y al parchís y, lentamente, las horas entre las tomas del inhalador van cayendo. Ese pedazo de plástico azul, con una cápsula que contiene unos polvos blancos es la diferencia entre respirar y ahogarse. Y el niño lo sabe. Por eso siempre lleva uno encima.
El niño se ahoga. Han pasado cinco horas desde la última toma y ya no queda rastro del medicamento en su organismo. Lo sabe, conoce los tiempos, sabe que los polvos blancos remiten poco a poco y desaparecen a las cuatro horas. A partir de ahí, hasta la sexta hora, está solo.
La madre tuerce el gesto. También lo sabe y no conoce la forma de abreviar los tiempos, de acortar la espera. No sabe como ayudar.
El niño, sentado en la cama, respira lentamente y pega la barbilla al pecho al expulsar el aire. Es su forma de ganar tiempo. Conoce el medicamento y sabe que no puede acortar los treinta minutos que faltan, por muy harto que esté. Algo en su interior le dice que cumpla, y cumple.
Seis horas. Dos inhalaciones separadas por minuto y medio, para conseguir un mayor efecto del medicamento. El niño sonríe. La madre sonríe. La familia juega al parchís. El reloj ha vuelto a cero.
Enhorabuena Diego: has conseguido inaugurar este sitio como sólo tú sabes hacerlo. La historia está tan bien narrada que desde el primer párrafo eres capaz de atrapar al lector y hacer que se meta en la piel del niño. Te prometo que mientras estaba leyéndolo, yo misma sentí que me faltaba el aire. ¡Que angustia!
¡Muchas gracias! Me alegra de que te haya gustado. Los cuentos deben enganchar desde la primera palabra. Recuérdalo cuando escribas el tuyo, el de la semana que viene. ¡No te olvides! 😉
Lo estoy intentando… ¿Cuándo debo enviarlo?
en cuanto puedas, para prepararlo con algo de tiempo.