Érase una vez una princesa que vivía en lo alto de una torre. La torre era alta pero no lo suficiente para impedir que la princesa pudiera escapar sin resultar demasiado herida. Todo el mundo se preguntaba por qué no se escapaba después de tantos años allí encerrada, pero nadie lo sabía. Todo el mundo desconocía la razón de su reclusión en la torre pero después de unos años la gente se acostumbró a esa situación y acabó por considerar la torre con su princesa como parte del paisaje.
La princesa pasaba las horas leyendo, escribiendo y meditando, conocía del mundo tan sólo lo que podía ver a través de la ventana de la torre y las pocas palabras que le sacaba a la persona que le traía lo necesario para vivir de aquella manera. Era una existencia a medias. La mayor parte del tiempo sentía que esa manera de existir no era tan mala, incluso no estaba nada mal.
Sin embargo en algunas contadas ocasiones sentía una desazón en el pecho, una pena inmensa, una necesidad de luchar por cambiar aquella existencia, un atisbo de esperanza en que debía de existir algo mejor que aquello, que ella estaba destinada a hacer otra cosa… Pero esa sensación se iba igual que venía, pues si no nunca habría llegado a alcanzar los veintiún años en aquella torre. Se había resignado a su confinamiento hasta tenerlo casi completamente aceptado. Ya no esperaba nada de la vida pero no era capaz de decirle adiós pues en el fondo era una cobarde. Tenía miedo de todo, de vivir, de salir y encontrarse con el mundo, pero sobretodo de fallar y ver la decepción en la cara de los demás, tenía auténtico pánico y este pánico es el que se había encargado de mantenerla en aquella torre.
Un día mientras escribía oyó el trote de un caballo, al principio no prestó mucha atención pues siempre pasaba por allí algún caballero que se dirigía al pueblo, pero después de unos minutos se percató de que el caballo iba disminuyendo la velocidad hasta pararse no muy lejos de la torre. Con cierta curiosidad dejó la escritura y se acercó con recato a la ventana. En cuanto vio al caballero el alma se le cayó al suelo y casi tuvo que sentarse para no caerse de la impresión. Siempre había visto a los hombres de lejos, pero jamás se hubiera imaginado que pudieran ser tan guapos. Tenía buen porte, alto, esbelto, una musculatura marcada en su justa proporción, casi parecía esculpido por los dioses. Tenía el cabello dorado y los ojos de un color verde intenso que casi te dejaban sin aliento. La princesa se había quedado estupefacta, no sabía el tiempo que llevaba contemplándole cuando se dio cuenta de que el también la observaba. Permanecieron largo rato observándose sin decir palabra. Fue el quien rompió primero el silencio.
–¿Cuál es vuestro nombre?
La princesa no contestó inmediatamente.
–Caballero desconozco mi nombre, así pues podéis llamarme como os plazca.
–Bien, pues os llamaré Sol, ya que llegué hasta vos con la salida del sol.
Así fue como la princesa dejó de estar todos los días sola. El apuesto caballero la visitaba todos los días. La princesa poco a poco acabó perdidamente enamorada del caballero. En cuanto se marchaba, la princesa esperaba ansiosa su regreso al día siguiente. Así pasaron los días, las semanas… El caballero esperaba que la princesa se decidiera pronto a bajar, él la ayudaría y se irían juntos. Pero pasaban los días y la princesa no mostraba señas de querer bajar. Un día el caballero le preguntó:
–¿Por qué no queréis bajar de esta horrible torre y ver el mundo conmigo?
–Claro que quiero, pero hoy no que ya es muy tarde, mejor mañana.
Todos los días el caballero le preguntaba lo mismo y la princesa le daba la misma respuesta. Hasta que un día llegó la hora a la que el caballero solía aparecer, pero no apareció, la princesa le esperó toda la noche, todo el día siguiente y así durante una semana pero el caballero no apareció. La princesa estaba destrozada, rota por dentro y por fuera, pues en el fondo de su corazón sabía que la culpa la tenía ella. El caballero se había cansado de esperar algo que ella en realidad nunca le había podido dar, ella no podía salir de allí, no entraba dentro de sus planes. Ahora estaba de nuevo sola, pero muy triste. El caballero le había dado felicidad, esperanza, cariño y una sensación de plenitud que nunca antes había sentido y ahora se sentía vacía.
Un día cuando la princesa escribía escuchó el trote de un caballo. ¿Sería el caballero? ¿Por qué vendría ahora? La princesa se asomó a la ventana y vio al caballero que se bajaba del caballo. Allí estaba él, era inigualable, era como ver un amanecer, una visión reconfortante. Sin embargo en esta ocasión el caballero no había venido sólo. En el caballo iba montada otra mujer. Tenía los cabellos rojos como aquella tierra y unos ojos verdes como los del caballero. La princesa sintió un dolor muy fuerte en el pecho, como un puñal clavándosele el fondo del corazón. Ella había esperado que el caballero fuera a visitarla todos los días, pero la realidad era que el caballero se había cansado de esperar y al final se había dado cuenta de que la princesa nunca bajaría de la torre. El caballero necesitaba algo de verdad, no una ilusión, algo que sujetar entre sus manos, y por desgracia la princesa estaba demasiado alta para siquiera rozarla. Ella lo comprendió, aunque con mucho dolor y sin decir palabra se alejó de la ventana sin decir palabra y esperó a que el caballero se fuera.
Una vez escuchó el trote del caballo, comenzaron a caerle unas gotitas de agua de los ojos. La princesa no sabía que era aquello, pues nunca antes había llorado. Como si el cuerpo sintiera que necesitaba echar todas las lágrimas que en aquellos años no había derramado, se liberó de esa pesada carga. La princesa lloró y lloró y se hizo de día y seguía llorando y así se tiró una semana, pues cuanto más lloraba se daba cuenta de lo horrible de su existencia y de que había despreciado la oportunidad de ser feliz por tener miedo a cambiar. Ahora estaba sola, pero ahora sabía de verdad lo que era la soledad y no la quería. El caballero había roto su atmósfera de estabilidad y ahora no sabía cómo seguir adelante.
Cuando llegó el séptimo día las lágrimas de la princesa se hicieron cada vez menos abundantes hasta que cuando llegó la noche ya no le quedaba a la princesa más pena por lanzar al mundo. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que su habitación estaba destrozada. Su llanto había hecho mella en la torre, su dolor había ablandado lo que mantenía unidas las piedras de la torre. La princesa estaba libre, ya no tenía que dar un gran salto para salir de la torre, simplemente tenía que bajar una pequeña escalera que se había formado y estaría contemplando el mundo.
Por un momento el miedo la paralizó. ¿Sería capaz de sobrevivir?, ¿sería lo suficientemente valiente?. Pero el miedo pronto se evaporó, dejando paso a una sensación de extraña seguridad. Por fin estaba libre y se había liberado ella. Curioso el destino. El caballero le había dado la felicidad, le había provocado dolor y ese dolor era el que había hecho que ella se liberara. Al final el caballero la había hecho feliz aún cuando no estuviera con él. Por fin podía dirigir su vida. Había llegado el momento de ser ella misma y nadie ni nada jamás se lo estropearía. ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Por fin! La princesa echó a correr y ya nunca paró. Todavía si se pone atención se escuchan sus grandes pasos recorriendo el mundo.