Era un día luminoso y frio de abril y los relojes marcaban las trece horas. El sol hacía reaccionar lentamente a su cara y sus manos, fríos después de haber paseado por media ciudad. La única ventaja que había encontrado Pablo en el desempleo eran esos largos paseos por la ciudad desde muy temprano. Sólo recordaba haber caminado por las calles desiertas y frescas a esas horas en que todavía es de noche en su época del instituto, miles de años atrás. Encontraba un placer morboso, casi solitario en caminar por las calles vacías, admirando cómo poco a poco el mundo se desperezaba a su alrededor.
Eran las trece horas y lo sabía porque, frente a aquel paso de peatones, esperando la señal verde del semáforo, el reloj de su pulsera lo anunció con un pitido. Solía fijarse en las caras de la gente mientras esperaba, veía mohines de sueño o rictus de enfado reflejados a menudo en ellas. Solía pensar que las personas van por la calle de la misma forma que están en el trabajo o en casa. Enfadados, tristes o huraños, pero rara vez alegres.
Se fijaba en los signos diferenciadores del grupo, lo que hacía a ciertas personas diferentes, lo que los separaba de la turba. Frente a él, al otro lado de la calle, una chica llevaba una boina francesa de color rojo intenso, mientras el resto de personas, la turba, vestían ropas grises y marrones, anodinas y tristes. Le recordó a esas imágenes en blanco y negro donde un objeto, de color intenso, está coloreado. El semáforo pasó de verde a ámbar para los vehículos y la chica de la boina roja comenzó a buscar su móvil en el bolso, que sonaba estrepitosamente.
Aquella mañana se había levantado temprano y a las ocho ya estaba en la calle, caminando para sacudirse el frío de encima, como era su costumbre. Le habían despedido dos meses atrás pero Pablo mantenía el mismo horario para, según él, no enloquecer demasiado pronto. Se levantaba, salía a la calle y caminaba sin rumbo fijo durante horas. Trataba de mantener la atención en todos los pequeños detalles que le rodeaban, desde el ángulo de la luz en cierta calle, hasta las matrículas de los coches que sumaban 21. Acostumbraba a caminar hablando en voz queda, sin un interlocutor y sin sentir las miradas de aquellos con quien se cruzaba. Él sólo caminaba y hablaba en voz baja, hilvanando pensamientos, describiendo escenas o escribiendo interminables cartas que no tenían destinatario.
Sus paseos eran anárquicos, sin orden aunque variaban según sus apetencias. Algunas mañanas, si llovía, arrastraba los pies por la arena de la playa, con la cazadora subida hasta las orejas. Otras, si el frío era tan intenso que apenas si podía pensar, buscaba el abrigo de las calles y caminaba a buen ritmo por callejones para activar la sangre en su cuerpo. Aunque las primeras horas de la mañana las dedicaba a reexplorar constantemente las calles de los barrios periféricos, solía dejar las calles comerciales y los lugares más céntricos para después del medio día. A esas horas, la gente ya inundaba las aceras y su contacto le permitía volver a sentirse humano.
Eran las trece horas y su reloj de pulsera lo había anunciado. La chica de la boina roja ya había cogido el teléfono y mientras respondía, la turba se ponía en marcha hacia la acera opuesta. Ríos de gente cambiando de acera y, en medio de todos ellos, en mitad de los dos carriles de la calle, la chica se detuvo y comenzó a llorar.
Cuatro más cinco, nueve, más siete, dieciséis, más cinco, veintiuno. Renault cinco gris. O-4575-T. Otra matrícula a recordar. Esa mañana llevaba nueve. Pablo levantó la vista del primer coche que estaba esperando luz verde y vio a la chica, detenida en mitad de la calle. El frío había remitido pero la cercanía del mar le pintaba un par de coloretes a juego con la boina. Lloraba en silencio, sin moverse. El conductor del Renault cinco gris también la había visto y empezaba a impacientarse. Ira, rabia, confusión… más adjetivos a la lista de los pasos de peatones. Pablo alcanzó la otra orilla de la calle.
El semáforo empezó a cambiar de ciclo e invitaba a los peatones a no abandonar la acera. La chica, inmóvil, continuaba mirando al infinito. A nadie parecía importarle y algunos conductores ya estaban pitando. El carril menos bloqueado se puso en marcha mientras al hombre del coche gris le cambiaba el color de la cara. Todavía seguían siendo las trece, no había se había terminado el minuto, cuando Pablo volvió a cruzar la calle en dirección a la chica. El conductor iracundo la esquivaba entre pitidos y juramentos y a punto estaba de colisionar con otro vehículo.
–Ven conmigo. Aquí te van a atropellar.
Miraba al infinito y sostenía el móvil en la mano.
–No puedo. No quiero… no sé.
–No podemos estar aquí.
–¡No! Quiero ir con él.–Lloraba sin ruido, mansamente
–¿Con quién?
–Con mi abuelo. Me han llamado para decírmelo. Ha muerto.
–Lo siento mucho. ¿Por qué no me lo cuentas allí, en la acera?
–Yo no… yo sólo quiero ir allí.–Mientras hablaba, señalaba un punto indeterminado, tras los edificios cercanos.
–Lo sé, dame la mano.–Mansamente, como sus lágrimas, atravesaron el carril y, cuando el semáforo iniciaba otro ciclo, llegaron a la acera. La turba comenzó a moverse y los dejó en medio, aislados y quietos.
Era un día luminoso y más templado de un abril extraño, a medio camino del peor marzo y el mejor mayo y el reloj de pulsera de Pablo emitió un pitido. Eran las trece horas y su paseo le había llevado, veinticuatro horas después, al mismo cruce, a la misma hora. Frente a él, en mitad de la turba gris y marrón, distinguió la boina francesa de color rojo intenso que, según le dijo Elena, era su favorita desde su estancia en Auxerre.