Un estuche verde, semirígido y con una cremallera negra y brillante no era uno de esos objetos que un niño pequeño y curioso dejaría pasar sin más. Además, mi madre guardaba aquel precioso estuche en el cajón los papeles de papá, en el centro del mueble del salón. Eran demasiados privilegios para un simple estuche verde, que dormitaba rodeado de papel de cartas, sobres, sellos y documentos variados. Los niños teníamos prohibido abrir aquella puerta pero, la sola presencia de la caja verde, con aquella extraña inscripción metálica, compensaba el posible castigo. La chapa metálica, mitad negra, mitad blanca, tenía escrita la leyenda Olivetti Lettera 32 en brillantes letras blancas y negras. Hasta años después de aquella tarde de invierno, no conocería el significado de las mismas, aún habiéndolas leído miles de veces.
El estuche sonó metálico al moverlo y se me antojó excesivamente pesado al sacarlo del cajón. Tras un rato forcejeando, luchando en silencio contra el cajón y la caja, conseguí poner sobre la alfombra mi nuevo tesoro. No quería líos y prefería que los documentos de papá permaneciesen a salvo mientras jugaba con el estuche verde, por eso cerré el cajón sigilosamente. Toda mi atención estaba puesta en la funda de color verde.
No sabía qué hacía, apenas si había visto el contenido en funcionamiento un par de veces, siempre con mamá al mando, mientras redactaba unas pocas cartas oficiales o, mucho más a menudo, la correspondencia con una prima que vivía en un sitio lejano y frío llamado Europa. Sabía tres cosas que, para mí, eran suficientes: tenía teclas que se pulsaban y un carro que hacía ¡ding! al llegar al final; hacía mucho ruido, sobre todo cuando mamá movía los dedos muy rápido; y podía escribir igual que los libros que leía, con esa forma tan rara de hacer las aes.
Tras un rato pensando, cogí el pesado estuche por el asa y, prácticamente a rastras, lo llevé a la habitación del fondo del pasillo y lo posé sobre la mesa del improvisado cuarto de juegos. Después, serio y concentrado, volví al salón y arrimé la mesa de madera a la estantería para auparme hasta el tercer estante, donde dormitaban los cigarrillos de las bodas en aquel horrible bote de alabastro, los libros que todavía no tenía permitido leer y, lo que buscaba, un enorme volumen con las tapas marrones y las letras doradas. Era tan grueso que subirlo por encima de la barandilla me supuso en esfuerzo extra. Una vez lo tuve, me bajé de la improvisada escalera, dejé todo tal y cómo lo había encontrado y llevé el libro a la habitación del fondo.
La cremallera del estuche era rígida y se negaba a ser abierta por cualquiera. Parecía estar exigiendo la presencia de un adulto pero, finalmente, pude convencerla y abrir la tapa. Olía, lo recuerdo con claridad, a polvo viejo y aceite de máquina de coser, a maquinaria engrasada. Era un momento único y, con toda la concentración que pude, abrí la cremallera del todo para poder retirar el estuche. Estaba sólo, emocionado y algo nervioso por saberme fugitivo, por haber profanado el único cajón al que no tenía acceso y, sobre todo, por estar usando la máquina de escribir sin ningún adulto cerca. El sabor metálico del miedo era, a la vez, embriagador y tirano.
Con cierta pompa repetí los pasos que había visto hacer a mi madre y alimenté el carro con una hoja de papel cuadriculada, primorosamente arrancada del cuaderno del colegio. Los primeros intentos fueron frustrantes y el folio no quedaba recto ni alineado con la guía de plástico transparente del visor. Al final, tras muchos intentos, la hoja de papel quedó en una posición más o menos normal y, circunspecto como merecía la ocasión, situé el libro a la izquierda de la máquina, lo abrí por la primera página y, llevando los dedos índice al aire, comencé a escribir lo que leía.
Mi madre llegó unos minutos después, extrañada por la cadencia de los tipos metálicos al golpear el papel y me encontró sentado, inclinado sobre su máquina de escribir, buscando la tilde. Le echó un vistazo al folio del carro y pudo leer parte de la primera frase del libro que estaba sobre la mesa y que conocía de sobra.
En unlugar de La Mancha, de cuyonombre no quiero acordarme,
no ha mucho que viv»’
Antes siquiera de verle la cara a mi madre ya intuía el reproche, sabía que estaba haciendo algo prohibido, que había hurgado entre sus cosas y que, probablemente, iba a ser castigado.
–¿Qué haces?
–Mamá, ya he leído mucho y ahora quiero hacer libros, que es más divertido. Estoy usando la máquina porque de estos aparatos salen los libros. ¡Fíjate en las letras, son iguales!
–¿Sabes qué libro es éste?
–Sí, el más gordo que hay en casa. Si termino de escribirlo a máquina, aprenderé a usarla. ¿Dónde está la tilde? No sé cómo se pone… ¿Se pueden borrar los fallos?
Un par de años más tarde, en verano, mi madre me apuntó a una academia de mecanografía en donde pude quedar hastiado de máquinas de escribir, grandes y tan ruidosas que me dolía la cabeza dos horas después de cada clase. Pero para entonces, ya tenía algunos fundamentos adquiridos a base de recibir las lecciones de mi madre, los días en que acarreaba por el pasillo la Olivetti y El Quijote.
Muy tierno.
La curiosidad de un niño siempre desemboca en grandes aventuras.
Felicidades.