Jamás vi un día tan hermoso y tan cruel. Porque no hay mayor crueldad que no dar opción a réplica, salir de escena cuando a uno le viene en gana, dando un portazo y dejando al adversario con la palabra en la boca. Porque alguien así no debería morir en la cama, satisfecho e impune. Alguien así no puede desaparecer sin amortizar parte del daño.
Aquel día fue cruel porque nos había dejado sin venganza, sin posibilidad de revancha y sin una segunda oportunidad de devolver todo el dolor causado. Demasiado dolor para quedárselo. Demasiada rabia contenida durante años. Todo para nada.
Jamás vi un día tan gris ni un cielo tan azul en noviembre. Medio país lloraba de alegría y el otro medio rezaba de miedo. Yo no. No podía. Perdida la posibilidad de venganza, atrofiados los gritos de rabia en la garganta, no quedaba más opción huir hacia adelante. Olvidar fue imposible. Pensar en perdonar una sola de las afrentas fue como traicionar la memoria de los vencidos. Finalmente, sólo quedó el camino amable de la locura. Ignorar para poder seguir adelante. No saber para no sentir.
El día más cruel se convirtió en el día más hermoso. Él había muerto y yo seguía vivo. Cada uno había jugado sus cartas como mejor había creído, todo a una mano y él, finalmente, había perdido. Fue la única vez, durante todo aquel largo sueño, en que gané un sólo juego. Para mí, como para muchos otros, siempre pintaron bastos.
Aquel veinte de noviembre, como muchos otros, me quedé en casa brindando con las sombras del pasillo, a la memoria de quienes nos quedamos, definitivamente, sin venganza.
Este sí lo recordaba, pero he de confesar que hoy aún disfruté más de su contenido.
Enhorabuena, Diego.