Cuando la puerta de la cabaña se abrió, se coló algo del frío de la mañana y un leve olor a hierba mojada. También se metió dentro una cabeza rubia, con una trenza hasta los hombros y una diadema brillante.
–Dani, necesito que vengas conmigo.
Verónica no pedía las cosas por favor, ni permiso, ni mostraba ningún signo de agradecimiento. Nunca. A pesar de tener sólo doce años ya era una consumada manipuladora. Habían ido juntos a clase desde el primer día de preescolar, nueve años atrás y no le había dirigido la palabra más de una docena de veces, la mayor parte de ellas por obligación. Pertenecemos, según le aclaró convenientemente un día en un rincón apartado del patio, a estratos diferentes, a capas distintas de la sociedad y no tenemos que mezclarnos. Ahora era ella quien se acercaba a él. Quiere algo, pensó.
–No puedo, estoy preparando la mochila.
Mentira. Ya estaba echa desde primera hora de la mañana pero aún así se puso a vaciarla para volver a llenarla. Era el último día del campamento y tenían que estar preparados para irse en poco más de una hora.
–Es urgente.
Esta vez era ella quien mentía. Siempre le daba la máxima prioridad a sus asuntos, aunque no la tuviese.
–Esto también.
–No, no lo es. Deja la mochila y acompáñame.
Daniel nunca ha sido un valiente, para qué negarlo y cuando una niña más decidida que él le daba una orden, la cumplía. Rezongó algo para mantener su orgullo intacto delante de los compañeros de cuarto y salió de la cabaña tras ella. Cruzó el campamento de lado a lado, tras ella, tratando de alcanzarla sin conseguirlo, hasta su cabaña.
Entró decididamente en el habitáculo de hormigón, sin llamar ni preguntar y esperó a que Daniel le siguiese. Él, por su parte, tímido como era, llamó con los nudillos sobre el marco de la puerta y esperó un instante antes de entrar. No se sentía cómodo.
–Aquí está el problema. Como tú sueles ir de monte, supuse que sabrías qué hacer.
Al acercase, Daniel vio una mochila de montaña, con sus cinchas y correajes, completamente desmontada. Ninguna correa estaba correctamente colocada. Dudó porque no terminaba de entender donde estaba la dificultad.
–Le quitamos las correas y ahora no sabemos volver a montarla. Tú sabes, ¿verdad?
No exigía que montase de nuevo la mochila, no ordenaba nada sino que preguntaba. Además en su cara lucía una sonrisa que no creía haber visto en mucho tiempo. Conmocionado por semejante despliegue de trucos, montó de nuevo de las correas de la mochila mientras explicaba como colocar las cintas correctamente. En tres minutos escasos terminó la operación y las explicaciones.
Tan pronto como Verónica vio su mochila correctamente pertrechada de nuevo, volvió la sonrisa gélida y las órdenes para que saliese de la cabaña, la indiferencia el resto del viaje de vuelta y el ostracismo los cuatro o cinco años que todavía compartirían clases.
Por eso ahora, veinticinco años después, Daniel lee perplejo un mensaje que le han enviado desde una red social, solicitando amistad.
Hola Dani,
no me podia kreer que fueses tu el de la foto! Como estas! No se nada de ti desde el insti. Lo pasamos bien, eh? Añademe y nos ponemos al dia.
xoxo
Vero
–¿Se pueden salvar casi diez años de indiferencia y desprecio con un mensaje plagado de faltas de ortografía? Creo que no…
Sorprendente final. Ya iba yo imaginando como continuaría la historia y da un vuelco de golpe. Me ha gustado. Clara y fresca.
¡Que bueno, Diego! Sorprendente, auténtica y real. Estas situaciones están más a la orden del día de lo que muchos se piensan. ¡Me encanta el final! 🙂 🙂 🙂
Gracias Fran. Mitad vivencias personales, mitad fantasía, es un pequeño ajuste de cuentas con el pasado :D.
Pily, ya no hay manera de librarse de la red social (si, esa de la película) y sus absurdas peticiones de amistad. Han conseguido degradar esa palabra, amistad, a bono basura. Me alegro de que te guste.
saludos,
diego
¡Bien! digo por el relato. Espero que la mitad de tus vivencias no hayan sido un trauma jejejejeje
más de la mitad, me temo :D. Pero eso es bueno, porque tendré muchos temas sobre los que contar historias.