Yo misma había llegado a convencerme de que mi matrimonio era perfecto. Luego, cuando rebobino en mis recuerdos y me sitúo en los primeros meses de convivencia con mi marido, comprendo que nuestros cimientos no eran tan sólidos como nosotros creíamos. Hoy sé que sólo buscábamos un atajo para ir en busca de una utópica libertad de la que carecíamos en casa de nuestros padres. Nada nos hacía sospechar que recién abandonada la adolescencia, adquirir las responsabilidades de un nuevo hogar conseguiría aplastar por completo cada uno de nuestros sueños. Cuando quisimos darnos cuenta de que nos habíamos precipitado al tomar aquella decisión ya era demasiado tarde. Pronto nos arrepentimos de la hazaña, aunque en aquel momento ninguno de los dos tuvo el valor suficiente de confesarlo. El tiempo fue haciendo el resto…
En realidad no sé cómo pasó, sólo recuerdo que con el día a día las cosas comenzaron a deteriorarse y casi sin darnos cuenta nos fuimos alejando uno del otro. De repente dejamos de soñar juntos y buscamos la forma de asomarnos a otras posibilidades, quizás con el único afán de sobrevivir al fracaso. A partir de ese momento una música estridente se convirtió en la única encargada de amenizar el baile de mentiras que danza sin control pisoteando cada instante que permanecemos juntos.
Dani escuchaba atento las palabras de Marga. Su amiga había llegado a casa en un estado de ánimo deplorable y él no quería interrumpir aquella tormenta de sinceridad con la que le estaba obsequiando. Por un momento la confesión fue interrumpida con un tenue sollozo que se perdió entre el aroma de dos humeantes tazas de café condenadas a enfriarse ante la indiferencia de sus destinatarios. Dani, con una parsimonia irritante y sin quitarle los ojos de encima, sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos que ofreció a su amiga mientras le demandaba calma.
–Pensé que no ibas a darte cuenta nunca –masculló entre dientes. Luego, en un gesto de apoyo absoluto rozó su barbilla en el hombro de ella mientras le susurraba al oído– por favor, cálmate ¿quieres? Me desarma verte llorar.
Un silencio prolongado abrió la puerta a un suspiro y Marga tomó aliento antes de continuar, mientras miraba fijamente a su interlocutor. Pensaba que jamás se atrevería a confesarle a nadie lo que le estaba ocurriendo, pero en aquel momento era consciente de que ya no podía dar marcha atrás. Llevaba años sufriendo aquella incertidumbre, su estabilidad emocional se había hecho añicos y en aquel momento Dani estaba junto a ella para recoger los pedazos. Él era la única persona que se preocupaba por ella, siempre atento a sus demandas y a cualquiera de sus movimientos.
–Marga, tienes que valorarte un poco más y aprender a vivir. Atrévete a salir de tu letargo, la vida te está esperando.
Aquellas palabras irrumpieron como un ciclón en el recinto sagrado de su intimidad. Dani parecía conocer sus carencias mucho mejor que ella misma y aquello le produjo una inquietante alarma y un ávido deseo de ternura. Él sí que la entendía, él sí que estaba disponible para ella en cualquier momento, él sí que supo siempre cómo sacarla de lo más profundo de la tristeza otorgándole la liberación de una opaca monotonía… ¡Dios mío! ¡Dani…! Un golpe en el estomago que la dejó sin aliento sacudió su cuerpo mientras abría sus ojos desmesuradamente. En aquel momento, Marga se estaba dando cuenta de que, de una u otra forma, Dani siempre ocupaba una parte importante de su vida y de su pensamiento.
Con un gesto desvalido, se acercó un poco más hacia él y durante unos segundos mantuvieron un intenso diálogo silencioso que les precipitó a estrellarse con la realidad. Sacudidos por la incredulidad, sus miradas volvieron a enredarse en una intensa prolongación del deseo. El rostro de Marga parecía un auténtico signo de interrogación y sin pestañear siguió atenta a cada movimiento de Dani, esperando… no sabía qué. Lo único que estaba claro era que él estaba a su lado y que ella…
Por un momento, Marga intentó seguir esquivando aquel zarandeo de la realidad que la estaba desconcertando y quiso desviar su atención levantándose de su silla para mirar distraídamente por el ventanal desde donde se divisaba gran parte de la ciudad. Sin titubear, Dani se acercó hacia ella y rodeó su cintura con el brazo izquierdo mientras con el derecho le sujetaba el mentón para obligarla a mirarle a los ojos.
Marga… Marga… Su voz temblaba mientras su sensatez rodaba de una forma vertiginosa, alejándose cada vez más de sus principios. Ya no podía callarse por más tiempo, no quería. Un extraño sentimiento se asentó entre los dos al verse atrapados por el desconcierto. Ella luchaba por ganarle la batalla a su propia indecisión mientras su marcada timidez estaba consiguiendo paralizarla.
Pero él tampoco estaba dispuesto a entregarse dócilmente a una derrota sin haber luchado antes por la ansiada victoria. Marga…, volvió a susurrar, mientras sus bocas se unían en una explosión de sentimientos totalmente desconocidos para los dos. En aquel momento se sentían derrotados por el abrazo, prisioneros de unos cuerpos que se les antojaban dóciles, hambrientos de atenciones. Un deseo devorador consiguió encenderles las alarmas de la pasión más primitiva.
—Dani… por… favor… no… pod… Dani…
Aquellos susurros se ahogaban entre besos, Dani no atendía, no quería oír, la voracidad de su pasión sólo le permitía seguir guiando sus dedos para sembrar dicha por cada átomo del cuerpo de aquella mujer y ella no oponía resistencia, saciaba su piel de caricias mientras dejaba que sus sentidos saborearan aquella explosión de deseo. Un seísmo de sensaciones incontroladas les obligó a separarse precipitadamente, mientras se repetían tenemos que hablar… tenemos que hablar…
La conversación se prolongó varias horas dejando paso a una extraña y pudorosa inquietud. Al final, durante un largo tiempo, los dos se miraron nuevamente y una sonrisa vacilante cargada de proyectos imaginarios rompió la barrera que durante tanto tiempo les había estado impidiendo acercarse.
Asumida la situación se dejaron llevar por un sentimiento vertiginoso capaz de perturbarles hasta la más sosegada de sus neuronas y fueron capaces de saltar el espinoso y atrayente muro de lo prohibido. Dani, con sólo el contacto de sus dedos, estaba logrando despertar en ella una mezcla de dicha y sufrimiento sin razón que conseguía doblar sus rodillas.
No necesitaron decirse más, sus cuerpos tomaron la palabra balbuceando un dialecto inventado por el ácido gusto de la culpabilidad.