La vida no suena igual para todos, ni siquiera suena igual en cada fragmento de nuestras difusas existencias. A veces suena como un estribillo, a veces tal que una banda sonora, incluso como ruidos. Sobrevivimos a nuestras vidas mientras ellas nos cantan, como lo hace la radiación de fondo al universo, mientras el tiempo se nos pasa y como el tabaco en Las Hurdes nos secamos pegados los unos a los otros.
Recuerdo cómo la escuchaba a los 15 años, aunque en realidad aquello no era escuchar, más bien sentirse embebido por ella y actuar en función del ritmo que marcaban aquellas melodías. A pesar de ello pretendí alguna vez pararme a saborearlas, pero los tiempos, los nuevos sonidos me arrastraban hacia otro estadio de nuevas sensaciones, como cuando te arrolla y menea en la playa una ola. Tan pronto el mundo sonaba a Rock&Roll, como el «no» de una aprendiz de mujer fatal te llevaba al universo de Jacques Brel.
Recuerdo también cuando empecé a vestirme de adulto y mientras calzaba todo de orden a mi alrededor la música de mi vida se hizo también sencilla, predecible, repetitiva, como una canción del verano, fácil de oir, pero cansina, aburrida y tan estructurada como mi inerte pero cantante vida.
Hoy no he dejado de oír al mundo, pero sí mi vida y habito mis paredes sentado en un sillón, intentando escuchar las melodías de las vidas de los demás, deseando que suenen para mí y me canten como si fueran mías. Por eso vivo pegado a una caja con luces, repleta de gente que no sabe darle valor a la música de sus vidas y dejan que suene sin pudor por doquier.
No hay nada que la música no pueda expresar, y el carácter poético que utilizas para dar vida al relato es pura filosofía. ¡Chapeau!
Desde ya, me tienes de fiel seguidora.