La maldición

Han pasado océanos de tiempo antes de que pudiera reunir las fuerzas suficientes para contar mi historia. Quizá a cualquier otra persona le resultaría bastante sencillo comenzar, pero el inmenso dolor que empapa el baúl de mis recuerdos hace que para mí no sea una tarea sencilla…

Todo empezó una fría noche de agosto de 1919, cuando aún vivía en aquel pequeño pueblo de montaña, no demasiado alejado de la capital, donde prácticamente todo el mundo se conocía. Por aquel entonces la gripe ya me había arrebatado a mis padres y, a pesar de mis recién cumplidos 18 y de vivir en completa soledad, no se me hacía tan duro, al menos no tanto como ahora.

Después de cenar tenía costumbre, sobre todo en los meses estivales, de dar un paseo por un solitario camino que recorría parte del enorme bosque que rodeaba el pueblo, aunque no se llegaba a alejar mucho del mismo, pues sólo me llevaba unos 40 minutos recorrerlo. Recuerdo que aquella noche de verano era especialmente helada, mucho más que cualquier otra noche de las que ya he vivido durante todos estos años, lo que me hizo recapacitar sobre si realizar o no mi caminata. Supongo que el hombre es un animal de costumbres y por eso salí aquella noche de casa, aunque cada día desde entonces me he preguntado porque salí, cuando realmente algo en mi interior me decía que no lo hiciera.

Cuando comencé mi travesía el sol se acababa de poner y Venus brillaba poderoso en el firmamento, aunque poco a poco una redonda y lúgubre luna, con su silenciosa e inevitable salida por el horizonte opuesto, le iba restando poder al planeta.

A excepción de la daga que me regaló mi padre cuando cumplí los 16 y que siempre llevaba encima desde que falleció, mi atuendo para los paseos era bastante liviano, por lo que el frío ya empezaba a calar mis huesos y las manos comenzaban a entumecerse, así que aceleré la marcha para intentar entrar en calor.

Ya faltaba poco para llegar de nuevo a casa cuando lo oí; lo que inicialmente me parecieron quejidos de algún animal se tornaron en gritos de espanto de una mujer, los cuales provenían de una zona algo alejada del camino, internándose en el espeso boscaje. Por aquel entonces era un chico valiente, y algo insensato, así que desenfundé mi daga y me dirigí raudo hacia aquellos amargos chillidos.

La estampa que me encontré al llegar aun la tengo violentamente grabada en mi memoria: una enorme bestia muy parecida a un lobo estaba retorciéndose de dolor delante de una bella mujer de cabellos claros. Mi cuerpo al completo quedó paralizado de terror, sin llegar si quiera a creerme lo que estaba viendo. De repente, la bestia dejó de retorcerse y comenzó a mirar fijamente a la mujer, la cual comenzó a huir hacia el camino ante aquella espeluznante mirada. La bestia le dio unos pocos segundos de angustiosa ventaja antes de salir detrás de ella. La movilidad volvió de nuevo a mi cuerpo y sin pararme si quiera a pensar, me dirigí lo más rápido que pude hacia la bestia, daga en mano.

Aquel ser aun no había reparado mi presencia por lo que el primer golpe lo asesté yo justo antes de que pudiera alcanzar a la chica, la cual tropezó en aquel momento: clavé mi daga sobre su costado derecho y la retorcí 90 grados sobre si misma. Esa lesión hubiera sido más que suficiente para derribar a un hombre de gran tamaño, pero parecía no ser suficiente para la bestia, que acto seguido se giró y me miró desafiante. Su expresión aterradora reflejaba dolor, una inmensa rabia y quizá algo de locura. La herida sangraba abundantemente, pero aun así, me lanzó un fuerte zarpazo que me desplazó un par de metros, haciéndome caer de espaldas. A continuación se abalanzó sobre mí; le sujeté firmemente la garganta pero no era rival para su fuerza inhumana y consiguió morderme en mi hombro izquierdo. A pesar de que no fue una herida mortal, el dolor era insoportable, muy similar a una quemadura química. Tras la mordedura, conseguí zafarme y pude observar que, quizá debido al esfuerzo, la herida de aquel ser bombeaba todavía más y más sangre, lo que hizo que comenzará a debilitarse. Se levantó y se dirigió moribundo hacia la mujer, que yacía expectante e inmóvil tras su caída. Cuando llegó junto a ella, se desplomó como un árbol y ya no volvió a levantarse nunca más. Ahora el único sonido que inundaba el bosque era los sollozos de la chica. Me acerqué para consolarla y conforme me iba acercando pude comprobar con horror que aquella bestia se iba transformando lentamente en un chico de mi edad, mientras ella me decía con voz temblorosa mientras lloraba:

–¡Era mi novio! ¡Era mi novio!

Días más tarde comprendí que lo que realmente había dañado a aquella criatura fue el material de mi daga; no se trataba de una daga normal, sino que la había forjado mi padre a partir de una colección de monedas de plata que había heredado de mi abuelo. Mi padre sabía que aquella colección tenía mucho valor, aunque no para él, pues el recuerdo de mi malogrado abuelo atormentaba sus días, de ahí que decidiera darle otro uso y transformar aquello que era doloroso para él en algo que pudiera ser útil para alguien querido.

Los años pasaron lentos y amargos, y a pesar de ello, apenas hacían mella en mi rostro. Hoy, casi un siglo después de este suceso, sigo guardando la daga con la única esperanza de usarla sobre mi mismo, ya que desde aquel fatídico día la maldición del lobo cayó sobre mí y ahora yo soy la bestia.

Por diego

Pues eso, alguien loco, con cinismo, pleno de deseo y vacío de saliva de tanto gritar en el desierto.

2 comentarios

  1. ¡Menuda imaginación! Ahora si que ya no tienes excusas.
    A este ritmo no sólo eliminas la “L” de novato de un soplo, sino que vas a conseguir hacerle sombra al mismísimo Fernando Alonso. Enhorabuena, Caldorin.

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