Niebla

El amanecer está abierto en tu ventana. Es uno de esos días en los que no apetece hacer nada. Los cerezos están plagados de pájaros que con grotescas manos llenan sus buches con los rojizos frutos. Son bultos que se mueven en el perfil de las hojas. Son manchas animadas que dan vida al árbol. La mañana aparece enmarcada en un ambiente fresco, aunque estamos a principios de julio, el sol no asoma por el costado de la montaña como suele hacer lamiendo las nubes algodonadas. Te acercas a la mesa donde un tazón de chocolate recién hecho ahuma en tu espera. En tus pensamientos anidan ideas para el día: al no hacer sol, no se irá a la hierba. Podrás ir con tus amigos.

–Pedro, hoy después de comer tendrás que ir a buscar el caballo al monte –te indica tu abuela dándote unas tiras de pan.

–¡Vaya! Tenía pensado ir al lavadero, he quedado con unos amigos allí –mientes para ver si te podes librar.

–No va a poder ser. Tus tíos y tu abuelo tienen que ir al prado a preparar los montones de hierba para llevarlos con el caballo mañana.

–¿Ya están curados?

–Sí. Se van a marchar ahora para dejarlo todo preparado así que tú, después de comer, vas a buscar al animal. Te dejo la comida en esa tartera. Comes y te vas sin falta.

–¿Y tú?

–Tengo que llevarles el puchero a ellos. Tú no te entretengas que a lo mejor no está por la zona de siempre y se te hace de noche.

–Si me haces un bocadillo de chorizo, me voy ahora. ¿Te parece bien?

–Te hago uno grande de chorizo y jamón. Acuérdate de llevar azúcar que si no, no podrás pillarlo.

–Se me olvidaba el azúcar.

–Coge las chirucas y un chubasquero. Está orbayando.

–Abuela.

–¿Dime?

–¿Dónde está el zurrón?

–Mejor lleva la mochila que está en la despensa.

El bocadillo no se hizo esperar y pronto descansa sobre la mesa de la cocina. Tú mientras vas en busca de la cabezada. Vas metiendo todo dentro de la mochila.

–Pedro, ¿has metido el azúcar?

–¡Joder! No.

–Está en la despensa, en el armario, arriba. Coges seis u ocho terrones por si acaso y unas onzas de chocolate para que te endulces.

–Gracias abuela.

Coges la mochila y la vas llenando con desgana. Aunque piensas que volverás pronto, también especulas con no encontrarlo y por ello regresar más tarde. Sin más dilaciones te pones el chubasquero y cuelgas la mochila a tu espalda.

–Toma.

–¿Qué es eso, abuela?

–Es una navaja que tenía tu abuelo perdida por la mesita, puede que la necesites para cortar el bocadillo o alguna rama para hacer una vara.

–Gracias, abuela. Es muy chula.

Sales al camino. El agua te moja con suavidad la cara. Estás acostumbrado. Una vez más y con catorce años formas parte del mundo de los adultos. Vas creando un recorrido en tu cabeza. Un plano con el que caminar rápidamente el espacio que te separa del animal. Miras tu reloj. Son casi las doce, pero si te das prisa, te dará tiempo de volver para pasar un rato con Rosa y los demás.

Tomas el camino que te llevará hacia la zona donde siempre está el caballo. Con paso acelerado vas traspasando los peldaños de la distancia. La pendiente se doblega a tus ágiles piernas. Los abedules te saludan mientras que en tu cabeza Rosa toma vida. Su pelo negro se enreda en tus dedos, se ríe y habla. Sus palabras resbalan con lentitud por tus labios. Intentas saborearlas, no puedes, son fantasmas. Te detienes. Cierras los ojos par librarte del espejismo. Espías su cielo. Abres lo ojos y vuelves a moverte. Percibes el espíritu de los árboles que van limpiando tu camino apartando sombras de pequeñas mentiras, haciéndote ver una senda de emociones que se mueven en tu interior. Un fuego invisible quema el aire que respiras. Vuelves a detenerte. El suspiro suena y tú te ríes. El olor de la tierra mojada anida en tus narices. Ha dejado de orbayar. El espacio se hace grande y una vez más, apartas tus pensamientos, rota la magia del momento, ya no piensas en Rosa ahora, tus deseos se funden con los del horizonte hacia un rumbo distinto. Continúas por la vereda. Piensas en todo y no quieres pensar en nada. El sudor aparece viajando por tu frente y en tus labios nace opaca la sequedad. Sacas de la mochila una botella de plástico con agua. Bebes. Miras hacia el monte. Un paisaje vacío de árboles se extiende por todo el frente de la montaña. Hace tiempo aquella zona estaba plagada de minas y de personas que arañaban sus entrañas en busaca de carbón y ahora se la ve tan desocupada. En aquel desierto caminaban los mineros. Hacían de su existir un arte. Fueron hombres que despojaron a la tierra de sus tesoros. Eran trabajos duros que en su soledad respiraban el frío del carbón. Ahorrativos en palabras. Los vocablos no pueden apaciguar su noche eterna y en la extraña danza que los introducía en un viaje al mundo de cielo muerto, un camino de locos pensamientos, de figuras con la ropa manchada de sangre los atormentaba.

Ojeas todo su recorrido en busca de Careto, el caballo. No hay señales de él y eso te enoja. Cambias de artimaña. Tus pasos apresan otra dirección. Tendrás que recorrer un montón de kilómetros para poder localizarlo.

El espejismo de tu cuerpo fundido con el de Rosa hace que tus manos tiemblen.

Los estrechos senderos te guían incansables por los laberintos de prados y hayedos que te asaltan en tu camino. El sudor ahora es más intenso. Te quitas el chubasquero y lo guardas. Miras el reloj. Las agujas están enredadas en la una y cuarto. El estómago te empieza a protestar. Conoces el lugar y unos metros más adelante encontrarás una fuente donde podrás comer y tener acceso a agua fresca. Aceleras para llegar. El bocadillo te sabe a gloria bendita. Te levantas de tu asiento para llenar la botella de agua. Al terminar miras hacia arriba y ves unas matas de fresas silvestres. Recolectas unas cuantas. Las pinchas en pajas de hierba tal y como te enseñó tu abuelo. Cuando tienes seis o siete repletas, vuelves a sentarte. Coges una y abriendo la boca, vas dejando caer dentro los frutos.

Ya has descansado y retornas la búsqueda. Aún te queda un buen trecho por hacer y si en esa dirección no lo encuentras, tendrás que volver mañana y eso te pone de mala hostia. Tienes que cruzar todo un valle. Pasar de una zona minera a otra. Caminas vigilante. No puedes dejar nada sin escudriñar. Ha pasado largo tiempo cuando alcanzas la zona baja de tu objetivo. En aquel lugar las vías aún están presentes. Siempre has querido realizar el viaje en la mesilla. Subes por el medio de los raíles hasta alcanzar el fin de ellos vigilando que los cambios de las agujas estén favorables. Allí, a un lado, descansa la mesilla de hierro. Con esfuerzo la colocas sobre las vías y tras empujarla, te subes en ella. Extiendes los brazos. El aire te acaricia dándote la sensación de que puedes volar. Un estremecimiento recorre tu columna y con sutileza la felicidad te inunda. La velocidad aumenta y ese bienestar se tercia en temor. No sabes lo que esperas, solo entiendes que no ha sido buena idea, que ahora ya es tarde para volver atrás. La suerte te sonríe y lentamente la velocidad disminuye hasta que el armatoste se para. Te bajas. Las piernas tiemblan como lo hacen los flanes de la abuela. Te ríes. Sigues al camino que te va introduciendo en el hayedo. Unas plantas de arándanos aparecen repletas de frutos. No te lo piensas y te pones a comerlos. Su sabor es tan especial como lo fue el roce de los labios de Rosa cuando le robaste un beso. Te dejas llevar por los olores del hayedo perdiéndote en el bosque de tus recuerdos, perdiendo un tiempo que no vuelve. Eres un extraño que sin lugar ni fe en el frío del bosque comes historias con gusto a arándano. Regresas al camino que no existe. Está cubierto por hojas secas. Sales por un instante de la floresta y allí, en lo más alto, ves cómo Careto, acompañado de otros dos caballos, se introduce en el hayedo. Te cercioras de la ruta a seguir. Ves que la senda ondula por el monte. Serán veinte minutos por lo menos los que os separan y eso te alegra. Apresuras el paso.

Los caballos están en el abrevadero. Sacas un paquete de azúcar, lo colocas en la palma de la mano y llamas al caballo. En un principio no te hace caso. Insistes. Se aleja. Das un rodeo y te sitúas delante de él. Mira tu mano y va hacia ti. Dócilmente se come el azúcar y deja que le pongas la cabezada. Lo acaricias y le hablas con cariño.

Unos efluvios van cubriendo lentamente el fondo del hayedo. Lo ahogan como una estampida de caracoles. Tu retina está alerta. Vas saliendo. Sientes que aquello va en aumento y te asustas. Suavizas la fatiga mientras el viento sopla impregnado de humedad al hayedo y a sus habitantes. Sospechas que la distancia viaja oculta en la falta de visibilidad y los rumores de la lejanía son ecos inexistentes de viejas canciones. No tienes ni idea de cómo salir de allí. Tus piernas aterecidas no pueden dar pasos en un camino desfigurado mientras, incesante, el orbayu sigue matando vida, crea latigazos de soledad que van murmurando presagios. Debes rebuscar en las piedras el inicio del sendero y con ello conseguir orientarte. Es tan difícil y tan ingenua tu esperanza. Encierras en tu mano un poco de niebla. La estrujas con fuerza y al abrir el puño, se ha convertido en humo. Una bocanada de bruma sale de la nada para cubrir rápidamente el trozo que habías cogido y corre velozmente nublando el agua, apagando el camino. La neblina, en su regazo esconde gritos que te asustan, pero tú creas carácter para aplastar las voces.

El reloj ha decidido seguir engullendo el tiempo con tal lentitud, que los segundos son años. Intentas abrir una ventana en la densidad de la niebla, pero su espesura inutiliza de forma radical tu intento. Es tan extraña la sensación que percibes, que ha llegado a asentarse definitivamente en tu cuerpo. El pesimismo siembra semillas de desesperanza y el temor absorbe rápidamente la serenidad. Te abrazas al caballo buscando algo de calor que te conforte. El animal impasible no se mueve y con un leve relincho acepta tu necesidad. Los consejos de tu abuelo te llenan la cabeza, hebras eternas de conocimiento que tapizan los acantilados de tu vigilancia. ¿Cómo puedes salir de este atolladero? ¿En qué sendero late la solución? La desesperación no crea valientes, más bien atemoriza las esperanzas; se llenan las aguas de sombras y los árboles absorbidos por las tinieblas callan. Debes encontrar un resquicio de albor dentro de tu ceguera luminosa. Las rocas añejas desaparecen ante ti en un lecho oscuro y profundo. La niebla comienza a ser aún más espesa. Es la forma que tienen las montañas para disimular otros mundos, un velo  para ocultar lo cercano y besar con sus labios triviales los hayedos, los montes, los pueblos, las personas que como tú están perdidas en su universo. En esta bruma tienes que imaginar sus venas para poder hallar ahí dentro las imágenes que acuden a tu mente y te van indicando por dónde caminas. En los paisajes de lo indefinido, la frontera que marca el mundo real y el imaginario van acariciando tu piel sellando en ella las alucinaciones ocultas, mundo furtivo sobre el que la mitología gobierna. Son lugares que atiborraron tus pensamientos cuando a la luz del fuego tu abuelo contaba historias. Cuentos que narraban fábulas de trasgos, diaños bulones, cuélebres o xianas entre una lista casi inagotable de personajes. Tus pasos son vacilantes. Hace un momento aún eran firmes. Los cascos del caballo resuenan como si estuvieras en el centro de un valle, pero tú que has pateado durante tanto tiempo estos lugares sabes que no es posible. Casi no coordinas, siempre estás pensando, pero los pensamientos huyen con la niebla. Sumas intrigantes imágenes que van naciendo de las zonas profundas. Sospechas que se engrandecen y perduran tras el velo blanquecino. Nueva formas, nuevos miedos. En cada paso una llama se enciende en el alma y con ella, un anónimo recelo. No sientes el frío. Reparas que algo te consume, tu sentir de niño no entiende que el destino camuflado de invisibilidad amartilla tus ojos encerrándote en esta singular pesadilla. En ti la congoja va ganando posiciones mientras te aferras de nuevo al caballo que como anteriormente, no hace ningún movimiento. Quieres echar al viento tus pesares, pero este te los devuelve con brazos colgados de las hayas. Te sientes tan insignificante. La niebla se va oscureciendo. La noche va cayendo. El sol ha dejado de caminar en tu ayuda y las penumbras pernoctan en los silencios sin derecho a murmurar. Quieres sentir la culpa y así librarte de la necesidad; sin embargo, la sangre se te congela en el espacio que no has recorrido. No puedes continuar y tu mente te ordena que te detengas. No puedes seguir en ese mundo tan insólito y tan nuevo. Tu alma batalla aun sabiendo que no puedes hacer nada. Imaginas que el revestimiento de niebla son pensamientos de las montañas, vapores de las lomas que en su antigüedad contemplaron brisas sin rostro, orgías de nieve, fracciones de lluvia, invasiones de los hombres que en su egoísmo, robaron sus secretos. Estos humanos, amores de la tierra, de cuyos cuerpos salía vapor, inseparable cohesión con la niebla. Bruma que se enreda en las marañas de los hayedos y vive sobre la hierba, los regueros y las rocas. Te encuentras tan dentro de esa niebla que sientes su fatigosa respiración. Te refugias en la tristeza. Ya no sabes qué vas a hacer. El fastidio te consume. Los ojos de Rosa calman tu preocupación y apaciguan tus nervios, son como una cascada de dulzura que va cortando la bruma. Crees escuchar tu nombre. Contienes la respiración para escuchar en tu cabeza la distancia dejada por aquel sonido. Del centro de la noche ciega va sobresaliendo una luciérnaga que poco a poco se hace más resplandeciente. Te asustas, el temor se arraiga fuertemente y tu corazón se desboca. Una figura se forma en la espesura. El imperio se derrumba sobre antiguos sueños y tu alma, que batalló incansable, respira con ánimos reforzados al descubrir que la figura es tu abuelo. Te abrazas a él como si fuese la llama que alimenta tu fuego y con rabia y desasosiego, rompes a llorar.

Por diego

Pues eso, alguien loco, con cinismo, pleno de deseo y vacío de saliva de tanto gritar en el desierto.

4 comentarios

  1. Hola, Mieres13. Con tanto trasiego de fiestas aún no había tenido tiempo de leer tu relato. Acabo de hacerlo ahora mismo y sigo comprobando que eres todo un experto en la materia. Además de la historia, muy bien hecha, me atrapa el paisaje que describes que —dicho sea de paso— me resulta muy familiar.
    ¡A seguir escribiendo, campeón!
    Un abrazo. 🙂 🙂 🙂

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