Se acabó para tí

La luz entraba en la habitación por las rendijas de la persiana, transversalmente, e iluminaba poco a poco la estancia. Ya era tarde, cerca de las nueve y el sol comenzaba a pasar por encima de los edificios cercanos y a invadir, como cada mañana, la habitación. Herminia que estaba despierta desde hacía rato, sólo dormía unas horas cada noche y se pasaba el resto de tiempo siguiendo la respiración entrecortada de Fermín, pensando y esperando a que el sol inundase la estancia. Con la luz del invierno, fría y débil, vio aparecer poco a poco la mesita de noche situada entre las camas, la espalda de su marido bajo las mantas y el armario, al fondo. Había sido una noche fría y afuera, el amanecer había dejado un rastro de escarcha que invitaba a mantener el calor bajo la ropa de cama, a permanecer cobijado mientras fuera posible. Herminia podía ver el vaho que formaba su respiración y sintió la cara fría. El resto del cuerpo estaba arropado y se negaba a moverse, al menos de momento.

–Min. ¡Min! Despierta. Son las nueve, hay que levantarse.

¡Qué hombre este! No había conocido a nadie a quien le gustase más la cama que a él. ¡Así le habían salido los hijos! Álvaro no se levantaba antes de las tres de la tarde ningún fin de semana y Elena necesitaba sus diez horas de sueño para poder hablar con alguien. Mientras veía la luz subir por la pared pensó que tenía que llamarlos, aprovechando que estarían trabajando, que les alegraría saber de ellos y que podían venir a comer el viernes. Todavía no se había acostumbrado a cocinar para dos, a que no estuviesen en casa, a que se hubiesen independizado. Fermín siempre ponía su cara más risueña para decir que, finalmente, se habían librado de ellos, que tenían la casa para ellos pero, en el fondo, su mirada se volvía triste cada vez que salía el tema. No lo admitía, no quería mostrarse débil pero la casa se le había hecho enorme. Ellos dos no armaban ruido y los críos, mal que bien, les mantenían activos.

Sus pensamientos, a medio camino de la lucidez habitual, trataban de encontrar un menú con que contentar a todos. Álvaro sólo come carne, algún arroz y pasta. La verdura y la fruta no va con él. Elena, con su eterna dieta baja en calorías, sólo quiere comer verduras y, como mucho, alguna patata cocida. Fermín, en cambio, había comenzado a cuidarse un poco, unos meses atrás y con este frío sólo quiere comer de cuchara. Seguro que, con tal de comer con sus hijos, no le importa aparcar la cuchara por un día.

Como si despertase de un largo sueño, Herminia se dió cuenta que hacía un rato que no oía la respiración agitada de su marido. ¡El tabaco te va a matar!, solía gritarle cuando salía el tema de sus ronquidos y sus toses. Pero si sólo es un cigarrillo de vez en cuando, mujer. Para quitar las ganas… Ella, que le veía venir desde lejos, siempre le atacaba por el mismo lugar, como si fuese una pelea acordada y le recordaba a sus hijos, a los nietos que iban a tener y a que podría no estar allí para ellos. Todo por un cigarrillo de vez en cuando. Golpes secos, duros de encajar y que se alojaban en el lado más blando de Fermín. Después de esas batallas solía dejar el tabaco durante unos días, en ocasiones hasta una semana y paseaba cabizbajo y callado por la casa. Cuando volvía a recaer en el viejo vicio, lo hacía a escondidas y en la ventana del baño para que no quedase rastro de su derrota contra el tabaco, repetida y cotidiana.

Herminia se levantó de un salto, a pesar del frío y el sueño y corrió hasta la cama de su marido, donde lo agitó y lo movió mientras gritaba su nombre. No se movía y a Herminia se le nubló la cabeza y notó como se quedaba sin respiración. Le giró el cuerpo hasta dejarlo boca arriba mientras continuaba gritando y tirándole de los hombros.

–¡Min! ¡Min! ¡Despierta!

Cuando Fermín abrió los ojos, tenía sobre él a su mujer, le estaba sujetando por los hombros y le gritaba con ojos llorosos. Por mucho que trató de decir, por todo cuanto hizo para consolarla, Herminia repetía lo mismo una y otra vez, como un salmo.

–El tabaco se acabó para tí.

Por diego

Pues eso, alguien loco, con cinismo, pleno de deseo y vacío de saliva de tanto gritar en el desierto.

1 comentario

  1. Después de cierta edad habrá pocas personas que no se sientan reflejadas en este relato, Diego. ¡Me encanta cómo escribes!

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