Nerea

Llevaba casi una hora en aquella terraza, levantando la vista cada diez minutos y podía jurar que la niña no se había movido. La terraza tenía vistas a la playa, sillas y mesas blancas, de plástico gastado y sucio y había una sombrilla de Coca‑Cola en el centro de cada mesa. Frente a la terraza pasaban cuatro carriles de coches y al otro lado estaba la playa, con una niña sentada en el borde del muro, que tenía los pies asomados a la mar. Lucas intentaba leer el periódico mientras observaba a la niña.

Se levantó, caminó hacia la barra y pagó el café. Cuando salía, recogió la chaqueta de la silla donde antes estaba sentado y cruzó la carretera. La niña seguía allí, con la vista perdida, columpiando las piernas.

–Hola.

La niña pareció no oírle y continuo impasible mirando a la mar.

–Hola, ¿qué haces?
–Miro la mar

No le había mirado, pero si había dejado de columpiar las piernas.

–¿Por qué?
–Porque me gusta. Es bonita.

Lucas se acuclilló.

–Nadie se queda mirando tanto tiempo la mar sólo por que le guste.

La niña se movió, se giró y le miró fijamente. No podía tener más de diez años y, sin embargo, su cara tranquila y sus ojos azules, de un intenso azul, reflejaban una paz y una sabiduría que sólo dan los años. Lo miró de arriba abajo, juzgándolo. Después se volvió y continuo mirando a la mar.

–Yo sí.

Lucas se sentó en el suelo, al lado de la niña y, al igual que ella, pasó los brazos por una de las barras de la barandilla blanca que rodeaba toda la playa. El día era frío, con el cielo despejado, pero con un viento traidor que anunciaba lluvias. Lucas veía las nubes grises sobre la raya del horizonte, amenazando con acercarse.

–¿Cómo te llamas?, le preguntó, mirándole fijamente.
–Me llamo Lucas. ¿Y tú?
–Me gusta tu nombre, es gracioso.

Fingió no oírle y se volvió hacia la mar, para continuar ensimismada, con los ojos perdido en el infinito.

Estuvieron un rato en silencio, la niña absorta y Lucas pensando en lo que le había dicho. Tan rápidamente como había callado, la niña comenzó a hablar.

–No tengo muchos años, pero recuerdo algo que creo que sucedió hace mucho tiempo. A veces lo sueño y otras veces simplemente lo recuerdo como si hubiese sido real. Son fragmentos de pesadillas, de manos gigantes y azules que me arrancan de la barandilla y me llevan al fondo de la mar, de una mar rencorosa y fría. Miro tanto a la mar porque la. conozco, porque me parece familiar y, sin embargo, en esos sueños, está desconocida, extraña. Intento averiguar qué es lo que sueño.

Lucas seguía callado y la niña le miró pidiéndole que dijese algo. No supo que decir y la niña siguió hablando.

–En mi sueño siempre vengo por aquella calle de allí, la que forma un triángulo con el paseo de la playa. Siempre voy mirando a izquierda y derecha, como temiendo algo. Cuando llego a la punta del triángulo siempre miro cómo está la. mar, si enfadada o tranquila y siempre está tranquila, esperando a que me acerque. Cuando cruzo la carretera, voy corriendo hasta la barandilla para cogerme lo más fuerte que puedo y me quedo mirando a la mar, preguntándole en voz alta por qué es tan mala conmigo, por qué no me deja en paz. Le digo que me gusta su color azul y el sabor que deja en la piel después de bañarse, pero no me escucha. Cuando me quedo en silencio, siempre pienso que está vez me lo va a decir, porque a veces me habla, pero nunca es esa vez y siempre sale una ola en forma de mano y me coge y yo no me suelto de la barandilla y la mar tira muy fuerte y siempre acabo por el lado de fuera, colgando, agarrada a la barandilla con las manos y cogida de la mar por los pies. Después, cuando me quedo sin fuerzas, me arrastra hasta el fondo y entonces me siento ahogada, sin aire.

La niña se quedó en silencio, como pensando sus próximas palabras. Viendo que Lucas no decía nada continuó.

–Ahí siempre me despierto dando gritos, con toda la ropa de la cama en el suelo y ahogada, como en el sueño. Después, nunca consigo dormir, siempre tengo miedo de seguir soñando con ella.

Por el cielo se acercaban unas nubes enormes, que se extendían hasta el horizonte, de un gris plomizo, casi negro. El día se tornaba cada vez más oscuro y las nubes amenazaban con cerrarse del todo.

–No me has dicho cómo te llamas.
–Lo sé. ¿Para qué quieres saberlo?. Ahora la niña le miraba fijamente y Lucas vio que sus ojos eran del color gris oscuro con el que la mar se cubría lentamente.
–No lo sé. Yo te he dicho cómo me llamo yo. No es divertido hablar con alguien sin saber su nombre.

La niña le fulminó con la mirada. Lucas supo que no hubiese debido tratarla, como a una niña más, que no valían las mismas reglas.

–Sí, pero yo no te lo he pedido. Si quisiera saber tu nombre te lo diría, pero me lo has dicho tú. No tengo ganas de decirte el mío.

Su voz era alta, casi un grito.

–Perdóname, no debía haberte dicho eso.
–¿Desde cuándo a un estúpido mayor le interesan los gritos de una niña? No tienes que disculparte, sólo soy una niña. Cuento historias tontas para atraer la atención, o eso dice mi profesora.

Su boca se torció en un mohín de desprecio.

–Nadie me escucha, sólo porque soy una niña. Pero no me importa.

Lucas se sentía incómodo después de aquel monólogo. Le dolía cada palabra porque cada una era verdad. A los niños nunca se les escucha, se les corrige.

–¿Te apetecen unas palomitas? Ahí enfrente hay un puesto y voy a ir a por unas para mí.

La niña le miró con gratitud y afirmó con la cabeza..

–Por cierto –dijo–, me llamo Nerea. Los antiguos griegos creían que, en el fondo del mar vivía un viejo llamado Nereo, que tuvo cincuenta hijas, todas bellísimas, que ayudaban a los navegantes en apuros.

Lucas la miró antes de cruzar la carretera y ella le regaló una enorme sonrisa.

Sólo tardó tres minutos, pero Nerea ya no estaba. La busco durante media hora por los alrededores, temiendo que le hubiese pasado algo. Preguntó a todas las personas con las que se cruzó, pero nadie la había visto. Preguntó en todas las terrazas que daban a la playa, pero nadie sabía nada. Al final, desesperado, se sentó a comer dos paquetes gigantes de palomitas al borde del mar, con los pies colgando.

Fue así, con los pies colgando, cuando supo lo que había sido de Nerea. Estaba en el fondo de esa mar, cada vez más fría y opaca, del brazo de su padre, ese que tantas veces había soñado. Su padre, por fin, había recuperado a su hija la más rebelde de las ninfas del fondo del mar, de las hijas de Nereo.

Lentamente y sin que Lucas lo advirtiese, comenzó a llover muy despacio, con tristeza.

Diego Martínez Castañeda. Gijón, a 22 de febrero de 1998.

Por diego

Pues eso, alguien loco, con cinismo, pleno de deseo y vacío de saliva de tanto gritar en el desierto.

8 comentarios

  1. Una bonita historia, Diego. Además me gusta mucho como la cuentas, juegas todo el tiempo con la intriga para luego sorprendernos gratamente con el final.
    No sé porque extraña razón según iba leyendo me fui ubicando en la playa de Gijón. De ahora en adelante, estoy segura de que cada vez que de un paseo por el muro, no voy a resistir la tentación de dedicarle un recuerdo a Nerea.
    Vete preparando ya el próximo cuento porque este nos dejó muy buen sabor. 🙂 🙂 🙂

  2. Me a gustado mucho el cuento y la forma en q lo as contado es precioso y si qieres escribir un libro solo tienes q tener algo en la cabeza por muy corto q sea se que lo puedes desarrollar y qedarlo muy bn.:))

Los comentarios están cerrados.